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martes, 21 de agosto de 2012

El Incremento De Jornada De Los Empleados Públicos: Una Medida Regresiva E Inútil.


El incremento de jornada de los empleados públicos incluido por el Gobierno en la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2012 con el carácter de básico y aplicable, por tanto, a todas las administraciones públicas, es injusto, regresivo, inútil y lejos de traducirse en una mayor productividad, va a suponer un mayor gasto e incrementar –más si cabe- el cabreo de los servidores públicos que, una vez más –y van...- son las víctimas inocentes de un Gobierno sin imaginación ni recursos para hacer frente a la crisis, que actúa más para satisfacer las ansias de sangre –metafóricamente hablando- de una sociedad que ve a los funcionarios como unos vagos inútiles que parasitan el presupuesto público y son inmunes a la delicada situación económica que planea sobre Europa y se ceba, en especial, en países como España que, hasta ahora, vivían en el país de Alicia.
El Incremento De Jornada De Los Empleados Públicos: Una Medida Regresiva E Inútil
La medida es regresiva y retrotrae a los empleados públicos treinta años en el túnel del tiempo, recuperando una jornada casi medieval.
Aún así, podría entenderse este retroceso si simultáneamente se hubiera actuado sobre el otro pilar del entramado institucional, pero al no hacerlo, la medida es además, ilegítima.
En efecto. El actual sistema democrático se estructura sobre dos pilares fundamentales, la denominada democracia, integrada por los políticos de elección, de designación y por los altos cargos, y la llamada burocracia, de la que forman parte los empleados públicos, en general: funcionarios, laborales y personal eventual.
Si el incremento de la jornada de trabajo supone retrotraerse al régimen vigente hace treinta años y se hubiera actuado sobre la democracia con los mismos efectos temporales, se hubiera disminuido de un plumazo el 70 por 100 de los políticos de elección, de designación y los altos cargos, todos los entes auxiliares (consejos consultivos, sindicaturas de cuentas y defensores del pueblo autonómicos), así como el 95 por 100 de los denominados “chiringuitos” en el lenguaje político. Además, en esa época los políticos no percibían retribuciones fijas, sino solamente dietas de asistencia.
Estas medidas hubieran supuesto un ahorro considerable en el gasto público que, con toda seguridad, hubiera evitado la adopción de medidas económicas drásticas. Sencillamente no existiría déficit o, de existir, no hubiera requerido “rescate” alguno.
Lo que no es justo es que se actúe siempre sobre los más débiles e indefensos, los empleados públicos, en general, y los funcionarios, en particular.
Por otro lado, el incremento de jornada es una medida tan injusta como inútil. Es injusta porque de nuevo se centra el foco de atención de la sociedad sobre el funcionario –algún sector mediático habla de que hay que apretarles las tuercas-, cuando los funcionarios son las víctimas de una política errática, poco imaginativa, que trabaja más de cara a los medios que en la búsqueda de la mejora de la eficacia en el servicio público.
A la rebaja salarial a la que se apela permanentemente para reducir gastos, se suma ahora un incremento de jornada que lejos de traducirse en una mayor producción, va a suponer un mayor gasto. Es, por tanto, una medida inútil.
Como ya venimos sosteniendo reiteradamente, en la Administración no se fabrican tornillos y, por tanto, a mayor dedicación no hay mayor producción. Todo lo contrario, se incrementa la irritabilidad del funcionario que, sintiéndose por enésima vez tratado injustamente, lejos de reaccionar con un compromiso mayor en la prestación del servicio, lo asumirá como una obligación –los funcionarios son muy respetuosos con la legalidad y asumen que están jerárquicamente subordinados a la clase política-, pero formal, no material. Fomenta el presentismo, no la eficacia. Además, supondrá un mayor gasto porque el funcionario que tiene que acudir una tarde más al trabajo va a incrementar el consumo de luz, de agua, de aire acondicionado, de material de oficina, sin que ello se traduzca en una mejora del servicio público.
Es una medida que, además, resulta paradójica en momentos de crisis en los que la Administración ha disminuido notablemente todo tipo de ayudas y prestaciones y, por tanto, habrá un decremento notable en el volumen de expedientes administrativos, con lo cual, a menor actividad, por chocante que resulte, mayor dedicación. ¿Quién asesora al Gobierno? ¿Un eventual sin titulación pero asimilado retributivamente a un Grupo A1? Por los resultados, seguramente, sí.
Vivimos tiempos difíciles. Tenemos un país que ha engordado incontroladamente el gasto público. Pero el Gobierno, lejos de actuar como lo haría un buen cirujano, esto es, eliminando tejido adiposo (sector público, altos cargos, eventuales), adelgazando al enfermo para que mejoren sus constantes vitales, actúa directa e insistentemente sobre los funcionarios, que son los órganos vitales de esa masa corpórea que es la Administración, y está a punto de provocar un colapso que va, si no a acabar con la vida del enfermo, a sumirlo en un estado de coma irreversible que va a hacer muy difícil su recuperación.
Ser funcionario es el precipitado final de un esfuerzo, de una competición, de un triunfo sobre los demás, de muchos años de preparación. Un empleo público, sobre todo, de funcionario, no es ni un regalo ni un premio en un sorteo. Es fruto de un gran sacrificio personal y familiar y así debiera ser reconocido por la sociedad. La función pública está abierta a todo el mundo. Es un proceso competitivo al que todos pueden concurrir. Un proceso selectivo es quizá el sistema más democrático y el más respetuoso con el principio de igualdad de oportunidades. Pero no sólo basta aprobar, hay que ser el mejor entre miles de aspirantes, y el éxito sólo se alcanza con constancia y perseverancia.
La sociedad debería ser más justa a la hora de valorar la condición de funcionario y el Gobierno no debería fomentar la ignorancia de esa sociedad, sino defender al funcionario que es la clave y la memoria histórica del sistema democrático.
Ciertamente, la jornada del sector privado difiere de la del sector público. Pero no hay que olvidar que la actual jornada de los empleados públicos es fruto de una negociación colectiva en la que se renunció a subidas salariales a cambio de reducción progresiva de jornada. Recuperar, por tanto, la jornada anterior incide doblemente en las retribuciones de los funcionarios. La jornada actual (treinta y cinco horas semanales para los puestos base y treinta y siete horas y media para los puestos con dedicación exclusiva) no es un privilegio. La productividad no se mide en horas de trabajo. Se mide en ilusión, en dedicación, en esfuerzo, en formación continua. Nuestros funcionarios no tienen dos eurocopas y un campeonato del mundo, pero son permanentes y auténticos campeones en asumir y resolver los retos que una sociedad evolucionada como la nuestra va planteando. No piden, por ello, reconocimientos públicos -es su obligación- pero, al menos, dispensémosles el respeto profesional y laboral que merecen.
Editor: Administrador
Colaborador: Ignacio Arias.

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